Washington, 15 feb (EFE).- Pese al año encerrado en una celda de castigo, a la muerte de su hermano en las protestas de 2018 y al dolor que le produce que su padre se quede solo en Nicaragua, después de que Daniel Ortega lo expulsara de su país con otros 221 presos políticos, Yader Parajón asegura que sus ganas de luchar siguen intactas.
“Tengo la certeza de que no han podido conmigo y que puedo con más”, afirma a Efe en una entrevista hecha en la habitación de hotel que lo ha acogido durante sus primeros días en Washington.
Yader Parajón es uno de los 222 nicaragüenses que el pasado jueves llegaron al país norteamericano después de que Ortega decidiera unilateralmente enviar en un avión a la capital estadounidense a un grupo de presos políticos detenidos en los últimos años.
“Secuestrados”, precisa el joven, que fue detenido en septiembre de 2021, tras haberse convertido en un mediático defensor de los derechos humanos tras la muerte de su hermano en una protesta.
Como todos los que subieron a ese vuelo, Yader dejó su patria y su nacionalidad atrás. Muchos, también a su familia, un hecho especialmente doloroso para el joven, pues su padre está solo en Nicaragua, con un hijo muerto y el otro expulsado de su patria.
Pensar en su padre, Miguel, fue lo que le ayudó a no hundirse cuando estaba encerrado: “el hombre ya había perdido a un hijo y yo tenía que resistir porque no podía dejarlo solo”, explica.
Según les ha prometido el Gobierno de Joe Biden, podrán acogerse a la reunificación familiar. “Dicen que vamos a poder traer a la familia cercana, pero mi padre no sé qué decisión tomaría; él siente que dejar Nicaragua es abandonar a su hijo, porque ahí queda el cuerpo de mi hermano”, explica.
En la charla, Yader, de 32 años, cuenta cómo Miguel, unas horas después de saber de su liberación, lloró emocionado en Managua al toparse con la botella que “una vez cada uno o dos meses” le llevaba a la cárcel de El Chipote.
“Ayer me decía ‘vi tus botellas de agua, me dio nostalgia y me puse a llorar, porque me conformaba con llevarte agua para que no te faltara. Me duele la distancia, pero prefiero que estés lejos de la garra de esta gente’”, narra.
Cinco años después del entierro de su hijo mayor, muerto por un tiro en el pecho en las protestas de 2018 y unos días después de que el pequeño saliera de la cárcel tras 17 meses de horror, Miguel Parajón vive en una dicotomía, cuenta Yader.
Aliviado por tenerlo a salvo, pero triste por no verlo más; muerto de miedo a las posibles represalias en su contra, pero tranquilo por su vástago, porque ya escapó de “la garra”.
En la entrevista Yader viste un colorido chándal con la bandera arco iris, reivindicando su “diversidad” sexual, cuenta, y una leyenda reveladora: “I wish you were here” (desearía que estuvieras aquí). Lo compró en un supermercado con el dinero que les dieron al llegar, 300 dólares, junto con algo de ropa y un teléfono, que no para de sonar.
Con la vestimenta alegre trata de disimular todo lo que ha llorado estos días. “Estoy muy cansado y desgastado física y espiritualmente. Ahora me siento como a la intemperie, porque no sé cómo me va a ir, pues aquí hay que empezar de cero”, explica.
En su habitación guarda la ropa con la que llegó: “un pantalón negro súper estrecho y una camiseta verde con un lazo en el abdomen”. Es la ropa que su padre le llevó en su última visita a prisión.
“Era yo el único fashionista de ese vuelo”, bromea el joven, que estudiaba psicología en la Universidad Centroamericana (UCA) en 2018 cuando empezó a involucrarse en las protestas estudiantiles, harto de mirar alrededor y sentirse asfixiado y sin futuro.
Aunque era uno más de los miles que marchaban, se involucró por completo después de que el 11 de mayo de 2018 una bala en el pecho matara a su hermano mayor, que participaba en una toma universitaria: “No quería que la sangre de mi hermano quedara impune”, dice.
Yader Parajón se convirtió en una de las caras más mediáticas de la Asociación Madres de Abril y recorrió sudamérica con la Caravana de Solidaridad Internacional con Nicaragua.
Al regresar comenzó su infierno. Un asedio policial constante a las puertas de su casa por el que decidió mudarse en secreto y finalmente emigrar del país.
Pero en la frontera con Honduras, en septiembre de 2021, lo detuvieron. Lo trasladaron a El Chipote en Managua, donde pasó un año entero encerrado, con otro preso, “en una celda de castigo de dos metros por dos metros, del tamaño de ese mueble”, dice señalando un aparador que hay en el cuarto.
Pese a todo, asegura que ya no guarda rencor y que cuando pase su proceso de “duelo” volverá a luchar. “Cuando mi país me demande un servicio público, ahí estaré, honrando la memoria de mi hermano”.
Esperanzado, resume el sentimiento mayoritario de los últimos días en el hotel: “Hay muchas ganas de seguir luchando, de querer ver esa Nicaragua libre que apueste por una verdadera y estable democracia. Los que creemos en eso, no vamos a claudicar”.