Washington, 14 mar (EFE).- Tensión, miedo a lo desconocido y gente de un país remoto que les daba la bienvenida… Nada hacía presagiar que Irak se tornaría en un infierno para el marine de EE.UU. Jeremy Williams y el resto de sus compañeros que entraron aquel 20 de marzo de 2003 en suelo iraquí.
“No sabíamos que iba a ser una parte tan dura de nuestra experiencia militar”, rememoró este veterano en declaraciones a EFE, cuando está a punto de cumplirse el 20 aniversario de la invasión de EE.UU. de Irak, en el monumento a los marines caídos, junto al cementerio militar de Arlington, en las afueras de Washington.
Justo el mismo día de su 21 cumpleaños este californiano criado en Texas cruzaba a Irak desde Kuwait dentro de la Primera Fuerza Expedicionaria de los Marines.
Primero se dirigieron al norte, a una zona al sur de Al Nasiriya, una ciudad de mayoría chií en la provincia meridional de Ziqar, estratégica porque por ella pasan las carreteras que conectan Kuwait con Bagdad y las localidades santas para los chiíes de Nayaf y Kerbala.
Su misión: proteger el área y a sus compañeros marines.
“Nuestro trabajo era asegurar nuestra posición en medio del desierto. No sabía dónde estábamos. Estábamos en mitad del desierto del sur de Irak, apoyando la fuerza principal de combate que iba al interior de Al Nasiriya, y cuando paramos (nos dijeron) ‘esta es tu posición, defiéndela, limpien sus rifles”, detalló.
Si hubo algo que le sorprendió fue lo acogedores que fueron los iraquíes al principio. Cuando los combates se iniciaron al sur de Al Nasiriya, lo primero que vieron fue a muchos desertores iraquíes agitando banderas blancas. Luego se encontrarían con una insurgencia feroz.
Williams y sus compañeros iban con equipamiento frente a un hipotético ataque químico, con máscaras de gas y trajes protectores: la Administración del entonces presidente George W. Bush había decidió intervenir en Irak con el pretexto de que el régimen de Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva.
Esas armas nunca se encontraron por “mala inteligencia”, resumió Williams, quien admite que se echó a reír cuando lo supo.
Él era un soldado, un fusilero, que estaba haciendo su trabajo y obedeciendo órdenes, aunque “en el fondo” sentía que algo que estaba mal.
Apenas llevaba un año casado y su hijo tenía tres semanas cuando partió de su casa en 2003 para ir a un lugar al otro lado del mundo a luchar.
“Probablemente lo más difícil que he hecho, junto a ser padre, haya sido ir a la guerra. El estrés de oír sobre un (posible) ataque con gas o cualquier otro ataque, nos hacía ponernos las máscaras de gas, las capuchas, los guantes, las botas y el traje antiquímico con 51 o 54 grados de temperatura”, apuntó.
En esos instantes, Williams intuyó que iba a ser un despliegue largo, “se pasa miedo y es frustrante”, pero lo peor es no saber qué va a ocurrir.
El ahora director de Seguridad Nacional y de Relaciones Públicas de la asociación de Veteranos de las Guerras Extranjeras de EE.UU. (VFW) estuvo en Irak tres veces.
Tras su primer despliegue entre marzo y julio de 2003, Williams regresó a casa y cuando su primer hijo empezaba a gatear, regresó en agosto de 2004, a Faluya, bastión de la insurgencia suní, donde EE.UU. lanzó una campaña militar con más de 1.000 civiles y 70 soldados estadounidenses muertos.
En Faluya patrullaba las calles y proporcionaba seguridad a las instalaciones de EE.UU. En esta fase, se las tuvieron que ver de cerca con el enemigo, era el inicio de la insurgencia. Les atacaban a diario con proyectiles de mortero y cohetes.
Aun así, no fue hasta 2005, en su tercer despliegue en otra plaza fuerte del enemigo, Ramadi, donde Al Qaeda acabó reagrupándose, cuando se dio cuenta de los iraquíes no les querían allí.
“Creo que fue después de un tiroteo en el centro de Ramadi que pensé ‘estamos aquí para ayudarles y ¿por qué todavía hay gente que lucha contra nosotros?”, se preguntó.
Un día, en Ramadi, una bomba explotó al paso de su convoy, dejándole lesiones en el cerebro. Fue evacuado a EE.UU. y dado de baja.
“Hicimos lo mejor dentro de nuestras capacidades, no cuestionamos las órdenes, no hicimos declaraciones públicas contra las Fuerzas Armadas, los comandantes o el presidente. Creo que es importante entender que contrajimos un compromiso con este país (EE.UU.) para servir sus intereses y a su gente”, puntualizó.
Veinte años más tarde, las cifras de la guerra son abrumadoras: entre 186.736 y 210.090 civiles iraquíes muertos desde 2003, según el grupo independiente Iraq Body Count, y más de 4.500 militares de EE.UU. fallecidos, de acuerdo al Pentágono.
Williams dedica ahora sus esfuerzos a abogar para que los veteranos reciban prestaciones sociales y de salud, sobre todo de atención psicológica, tras haber servido a EE.UU.
Irak se caracterizó por lo que los estadounidenses denominan IED, siglas de artefacto explosivo improvisado, que eran bombas colocadas en caminos que estallaban al paso de sus tropas.
Esto deja una huella mental profunda.
Para Williams, es una de las experiencias más aterradoras que uno puede afrontar. “Rezas a Dios para no pasar por encima de un artefacto explosivo porque no quieres perder tus piernas, volar en dos, que tu cabeza lo haga por los aires o perder un brazo”.
No obstante, dos décadas después y sabiendo lo que sabe, no cambiaría nada en sus decisiones vitales.
“Me convertí en el ser humano que soy ahora. Me hizo más compasivo, más comprensivo, más amoroso. Me hizo apreciar más el valor de la vida humana. Viendo lo que han traído para mí estos veinte años, me ha aportado la perspectiva de que cualquiera que haya visto tal tragedia, tal atrocidad, puede valorar mejor la vida”.
Susana Samhan