Albuquerque (EE.UU.), 20 jul (EFE).- La primera bomba atómica de la historia, detonada en 1945 en el desierto de Nuevo México, no tuvo víctimas mortales. ¿O sí? “En mi familia no nos preguntamos si tendremos cáncer, sino cuándo lo tendremos”, dice la activista Tina Cordova en una excursión al campo de pruebas Trinity, al sur de Los Álamos.
Cordova es la cofundadora de los Tularosa Basin Downwinders, un grupo cuya misión es que se reconozca el daño causado a las familias que vivían en los alrededores de Trinity cuando se detonó ese primer artefacto nuclear, y que nunca han recibido ninguna compensación por los problemas médicos que aún hoy sufren.
Frente a la enorme extensión de desierto y piedra volcánica que rodea el lugar, con la mirada puesta en las montañas de más allá, se muestra incrédula y dolida.
No entiende cómo el Gobierno estadounidense no es capaz de reconocer siquiera que su familia, al igual que las decenas de familias que vivían junto a Trinity en el momento de la explosión, resultó afectada por la radiación -especialmente cuando sí lo hace en otros lugares donde también se realizaron pruebas nucleares-.
Desde 1990, una ley conocida como RECA (Radiation Exposure Compensation Act) da apoyo económico a los “downwinders” -las personas que vivían a contraviento de los campos de pruebas nucleares- en los estados de Nevada, Utah y Oklahoma, pero deja fuera a las familias de Nuevo México, pese a que fue ahí donde se realizó el primer ensayo.
Según Cordova, los motivos son simples: “Desde el comienzo hemos sido un estado de minorías mayoritarias”, explica la activista, refiriéndose a la gran población hispana y nativa que habita en el territorio.
Además, recuerda, Nuevo México es uno de los estados más pobres de Estados Unidos. Esta realidad generó el caldo de cultivo perfecto para convertir al territorio en el centro del universo atómico estadounidense, rodeado desde el comienzo de tabúes y secretismo.
Incluso hoy en día, sus dos laboratorios de investigación nuclear, Sandia y Los Álamos, son el principal motor económico de la zona, recibiendo miles de millones de dólares en inversiones públicas.
Según Cordova, la importancia de los laboratorios en la economía estatal impide que los políticos que representan a Nuevo México en Washington se mojen y hagan suya la lucha de los “downwinders”. Pero no por eso va a dejar de intentarlo.
La activista destaca el caso de la congresista Teresa Leger Fernández: gracias en parte al activismo de los “downwinders”, introdujo en 2021 una propuesta para expandir RECA a las familias de Nuevo México afectadas por la explosión de Trinity, aunque el texto no llegó a votarse.
Otro problema al que se enfrenta el grupo es que hay muy pocos estudios que acrediten los efectos de esa primera explosión nuclear.
Incluso hoy, resulta muy difícil encontrar literatura científica sobre la relación entre esa primera explosión y los incontables casos de cáncer que Cordova y sus compañeros han ido encontrando.
Ante la falta de datos, la organización decidió recabar sus propios testimonios. A través de más de 1.200 encuestas médicas, encontraron niveles anormalmente altos de cáncer de tiroides -asociado a la radiación- y otros tipos de cáncer raros, según detallaron en un informe de 2017 con recomendaciones para la expansión de RECA.
Sus conclusiones reflejan la experiencia personal de Cordova, que perdió a su padre tras una dura batalla contra el cáncer, y que ha visto cómo en cada generación de su familia se acumulaban los casos de enfermedades raras. Ella misma tuvo que someterse a una operación para extirparse la glándula tiroides por el riesgo a desarrollar cáncer.
Su caso no es una rareza. Bernice Gutiérrez, que forma parte de los “downwinders” de Tularosa, nació ocho días antes de la prueba de Trinity, en la localidad de Carrizozo, cerca de donde tuvo lugar la explosión. Su madre sobrevivió un cáncer de tiroides, uno de piel y uno de pecho. Uno de sus hermanos tuvo cáncer de tiroides, al igual que su hija. Otro hermano, de páncreas, y otra, de útero.
En el caso de Mary Martínez White fue la cantidad de funerales de amigos y conocidos a los que asistía lo que le hizo darse cuenta de que algo en su pueblo natal de Socorro, también cercano al campo de pruebas, no era normal.
Las tres colaboran con Cordova llevando a cabo encuestas médicas, investigando y organizando manifestaciones en la puerta del campo Trinity, que el Gobierno estadounidense abre para los turistas dos veces al año.
Las tres mujeres esperan que la película de Christopher Nolan sobre el inventor de la bomba atómica, J. Robert Oppenheimer, ayude a generar un nuevo interés en el legado de Trinity.
“Enfrentaría a mi padre a Oppenheimer en cualquier disciplina excepto en física”, dice Cordova conteniendo las lágrimas. “Y si mi padre hubiera tenido el beneficio de una educación también lo habría enfrentado en eso. Nunca perdonaré al Gobierno por lo que nos ha hecho”.
Jorge Dastis